¡PARA MEDITAR!

martes, 19 de febrero de 2008

¡Dejemos que Jesús sea Jesús!

Por: Christopher Shaw

¿Cuál será la peor desgracia para el pueblo de Dios? ¿Ir tras otros dioses, o la permanente y constante tentación de «domesticar a Dios»? La mayoría ha hecho eso con Jesús. ¿Cuál, entonces, es el verdadero Jesús que revelan los evangelios? Él no puede ser comprendido, enmarcado ni contenido por ningún enunciado humano...

«Levántate, haznos un dios que vaya delante de nosotros» (Ex 32.1). Exasperados por la demora de Moisés en bajar del monte, los israelitas se presentaron delante de Aarón con esta lamentable petición. El levita, mostrando una sorprendente ausencia de convicciones, accedió al pedido y fabricó el becerro de oro, la primera abominable imagen con la cual Israel inició su interminable prostitución espiritual. Cuando presentó al pueblo el ídolo, efectuó la siguiente proclama: «Este es tu dios, Israel, que te sacó de Egipto… Mañana será fiesta para Jehová.» (vv. 4, 5).

El relato de esta triste historia revela, en forma dramática, el mayor peligro con que tiene que batallar el pueblo de Dios. La desgracia no consiste en ir tras otros dioses, aunque esto no deja de ser deplorable. La tragedia, más bien, consiste en la permanente tentación de «domesticar» a Dios, para que se convierta en una figura más acorde con nuestras necesidades y nuestros deseos. En este proceso no desplazamos a Jehová de nuestras vidas; simplemente sustraemos de su persona aquellos elementos que nos resultan molestos u ofensivos.

La figura de Jesús no ha logrado escapar de este procedimiento. Cada uno de nosotros usamos a Cristo para que avale nuestra propia versión de la vida, construida según nuestros propios intereses. Para los que gustan de las riquezas, él es el Rey que llama a sus hijos a vivir como reyes. Para los que no toleran el sufrimiento, él es el que propone una vida libre de contratiempos. Para los de baja autoestima, él es el que, en reunión tras reunión, los «toca» para que se sientan mejor. Para los aferrados al poder, él es el que exige absoluta sumisión de sus seguidores. Cada uno de nosotros lo adaptamos para que se ajuste a nuestra propia conveniencia.

El Jesús que veo en los evangelios no se parece en nada a ninguna de estas, ni a decenas de otras versiones que defendemos con tanta pasión. La más genuina descripción que tenemos de su persona es la que acompañó su primera aparición en Nazaret. Tomando el rollo que le extendió el asistente de la sinagoga, utilizó el texto de Isaías 61 para anunciar las características de su misión. Los que lo oyeron «hablaban bien de El, y maravillados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca, decían: "¿No es este el hijo de José"» (Lc 4. 22 LBLA).

Este es el Jesús que todos amamos, el hombre que deslumbra con su sabiduría y cautiva con su sujeción al Padre. Cristo, sin embargo, no era una persona a quien le preocupaba «quedar bien» con sus oyentes. Inmediatamente confrontó a los Nazarenos con su propia incredulidad y ¡qué tremenda reacción provocó en ellos! «Todos en la sinagoga se enfurecieron y se levantaron y le echaron fuera de la ciudad y le llevaron al borde de la cumbre del monte… para arrojarle por el risco» (Lc 4.28–29 LBLA). Este incidente revela la otra cara de Jesús, la cara que no deseamos ver, del hombre controvertido e imprevisible que confronta, que reprende, que denuncia.

La verdad es que el Hijo de Dios no se parece en nada a lo que nosotros creemos. El Jesús de los evangelios es esencialmente misterio. Nuestra mejor respuesta frente a su persona es la de caer a sus pies en adoración, pues no puede ser comprendido ni contenido por ningún enunciado humano. No obstante, quisiera sugerir tres principios importantes que deben guiar nuestra relación con él. En primer lugar, podemos acercarnos a Jesús cuando aceptamos que en él conviven polaridades que, a nuestros ojos, son contradictorias. Él es el principio y el fin, la gracia y la verdad, el cordero y el león. Tiene todo poder pero vive en absoluta sumisión. Cuando intentamos eliminar estas tensiones en él, indefectiblemente nos alejaremos de su persona.

En segundo lugar, es necesario renunciar a un concepto muy arraigado en nuestra cultura evangélica. La propuesta de Jesús no es «emparchar» nuestras vidas, ni tampoco darles «una lavada de cara», para que seamos —Dios nos guarde— mejores personas de lo que éramos antes. Jesús vino para traer vida y vida en abundancia, pero el camino hacia esta vida solamente es posible por medio de la muerte. Él nos llama a tomar nuestra cruz, para salir con él fuera de la ciudad y morir. La vida nueva se manifiesta en aquellos que han escogido el camino de la muerte, ¡un proceso por demás desagradable! Por esta razón, nuestra relación con Cristo debe ser una que, primordialmente, nos incomoda, porque la carne está contra el espíritu. No obstante, él ofrece acompañarnos en este camino, haciéndonos partícipes de las más increíbles manifestaciones de gozo, en medio de las dificultades.

Por último, debemos recordar las palabras que habló a los judíos que habían creído en él. Jesús prometió que si guardaban sus palabras, conocerían la verdad (Jn 8.30–31). Del mismo modo, dijo a sus discípulos: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me revelaré a él» (Jn 14.21). El verdadero conocimiento de su persona, no se logra primordialmente por medio del estudio, sino mediante el caminar en obediencia con él. Cuando él se convierte en nuestro compañero de viaje descubrimos, a cada paso, los secretos de sus actitudes y convicciones.

Quisiera animarlo a que se acerque, una vez más, a Jesús. Resístase a la tentación de domesticarlo, de adaptarlo a su propia versión de la vida. Atrévase a ser confundido, seducido, confrontado y maravillado por la persona del Hijo de Dios. ¡Deje que Jesús sea Jesús!

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